En la Sierra Nevada de Santa Marta, en el noreste de Colombia, donde las nubes se aferran a las montañas y el tiempo parece caminar con otro ritmo, hay una tradición que no se interrumpe: el tejido de las mochilas arhuacas.
Entre aguja, lana e hilos de colores terrosos, las mujeres de este pueblo indígena tejen mucho más que objetos. Tejen memoria, identidad y territorio.
Durante una visita al territorio Yewrwa, cerca del municipio de Pueblo Bello, en el departamento de Cesar, conocí a Mariluz Torres Arroyo. Su nombre espiritual es Atiguney, que en lengua Ika significa “cura”, aquello que los mamos -guías espirituales de la comunidad- hacen para sanar a las personas.

El arte de crear mochilas arhuacas
Con las piernas cruzadas sobre el dintel de una casa tradicional de adobe, Atiguney sostiene entre sus manos una mochila en proceso. “Yo tejo mochilas todos los días”, me dice sin dejar de mover las manos.
“Hacer una mochila me puede llevar entre una semana y una semana y media”, comenta. Teje donde sea: en su casa, en reuniones, con sus amigas, cuando camina por las calles de su comunidad o bajo un árbol. Siempre lleva consigo aguja, lana y una idea en la cabeza.
La mochila arhuaca no es solo un objeto funcional, es una expresión cultural y espiritual. “Las mochilas son parte de nuestra cultura, en ellas llevamos nuestras cosas, y al mismo tiempo, material para hacer nuevas mochilas”, explica. Esa frase, tan sencilla como contundente, revela el corazón del tejido: cargar lo cotidiano, pero también el futuro.
Atiguney comenzó a tejer desde pequeña, como todas las mujeres de su comunidad. “Aprendemos de nuestras madres, de nuestras tías, de nuestras abuelas. Así ha sido siempre”, dice. No hay manuales ni escuelas: hay repetición, observación, conversación. Y sobre todo, hay comunidad.

Tejer es un acto íntimo, pero también colectivo. Durante mi recorrido, vi a mujeres jóvenes y adultas sentadas en ronda, intercambiando saberes mientras los hilos danzan entre sus dedos. No hace falta hablar para enseñar: alcanza con mirar.
Las mochilas pueden ser lisas, llevar figuras geométricas o líneas onduladas. Y siempre, el color, la forma y la textura remiten al entorno: la tierra, los ríos, el sol, las siembras, la espiritualidad.
Una cultura viva en la Sierra
El pueblo arhuaco (también conocido como Ika) es uno de los cuatro grupos indígenas que habita la Sierra Nevada de Santa Marta, junto con los kogui, wiwa y kankuamo. La Sierra es la montaña litoral más alta del mundo: sus picos superan los 5.700 metros y están a solo 42 kilómetros del mar Caribe. Allí conviven todos los pisos térmicos de Colombia, desde selvas tropicales hasta páramos nevados.

La población arhuaca supera las 34.000 personas, según el último censo del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) que se realizó en 2018. Hablan su propia lengua, el ika, de origen chibcha, y conservan una cosmovisión centrada en el equilibrio con la naturaleza.
La Sierra es para ellos el corazón del mundo, y todo lo que ocurre allí afecta al resto del planeta. Por eso, los mamos -líderes espirituales formados desde la infancia- son clave en el cuidado del territorio. Las decisiones importantes no se toman sin antes hacer consulta a estos sabios.
Pese a su fuerte identidad, los arhuacos resistieron embates históricos: la colonización española, la evangelización forzada de los monjes capuchinos, la violencia del conflicto armado colombiano, y más recientemente, las amenazas del extractivismo y el cambio climático.
Su territorio ancestral está protegido parcialmente por la “Línea Negra”, una delimitación reconocida por el Estado colombiano que protege 348 sitios sagrados frente a actividades mineras o de infraestructura.
El hilo como resistencia
En este contexto, el acto de tejer adquiere otra dimensión. Es resistencia cultural, es afirmación identitaria y es una forma de sanar y de cuidar. Como el nombre de Atiguney.
Las mochilas arhuacas han ganado visibilidad en ferias, mercados y tiendas de diseño. Pero detrás de cada una hay una historia ancestral. El trabajo de una comunidad para conseguir la lana y el hilo. Una conversación entre madre e hija. Una mañana fría en la montaña. Un legado.

Atiguney no teje para vender, aunque algunas de sus mochilas terminan en manos de visitantes o compradores. Teje porque forma parte de ella. “Me gusta hacer mochilas de diferentes colores”, me cuenta, y en ese gesto hay una alegría tranquila, un orgullo sin arrogancia.
Esa mochila que ella construye, sin prisa, es mucho más que un objeto. Es una declaración de pertenencia. Un mapa del territorio. Un refugio de saberes. Un legado que se carga al hombro y se transmite entre hilos.